El PRI de mis amores; adiós, adiós, adiós

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Desde que el PRI entregó la gubernatura ha ido a la deriva, de tumbo en tumbo empeñado en autodestruirse. Incapaces de asimilar y entender el rechazo social a su partido, sus liderazgos quedaron atónitos cuando las cuentas salieron cortas en la pasada elección de junio.

Se negaron a dar por bueno el resultado, César Duarte se escondió durante una semana, esperando a que en México desanudaran el entuerto y Guillermo Dowell llevó hasta las instancias finales de los organismos electorales una impugnación perdida. Cargó casi cuatro meses al difunto insepulto, sin percatarse de que todo esfuerzo por reanimarlo estaba perdido. Así deambulaba, con su recurso en el portafolio pensando que podría ganar.

Cuando supieron lo que habían hecho, entregar todo el poder estatal –gobierno, congreso y alcaldías- a su más odiado rival, reaccionaron con la mayor mezquindad imaginable. Su primer impulso fue pretender quedarse con los despojos del partido al que ellos mismos batieron a nivel de piso.

Desde el exilio Duarte azuzó durante meses a Enrique Serrano, Javier Garfio, Adriana Terrazas, Memo Dowell y otros de su decadente grupo, a mantener la dirigencia del partido al precio que fuese y valiéndose de cualquier medio. Obedientes, seguían escuchándolo como en los tiempos de gobernador.

Los imagino como empresarios oportunistas, despilfarradores e inescrupulosos que de pronto llegan al Consejo de Administración de una compañía boyante de la que se sirvieron hasta el enriquecimiento, ajenos a que la dejaban embargada por Hacienda, el Seguro Social, acreedores y demandada por los trabajadores.

En el proceso de su enriquecimiento destruyeron a la empresa, pero al ver que uno de los departamentos seguía siendo rentable, intentan regresar para llevarse hasta el último de sus rendimientos y malbaratar los activos fijos. Saquearon al estado, desprestigiaron al PRI e intentan asumirse como los únicos capaces de restaurarlo ¡Inaudito!.

Ese fue el primero y más pesado lastre del PRI, pero los que no participaron del frenesí saqueador también llevan parte, por omisión. Ninguno de los dirigentes o figuras, desde Enrique Ochoa hasta el modesto priista que en privado lamentaba “los excesos”, se atrevieron a condenar expresamente la corrupción, mucho menos pedir cuentas y castigo a los saqueadores. Esa bandera se las robó Javier Corral, misma que hoy monopoliza como patrimonio personal.

El PRI nacional tenía sus propios demonios, en aquella elección de junio del 2016 perdió siete de las doce gubernaturas en disputa, entre ellas Veracruz, la tercera fuerza electoral del país, por lo que también quedaron sorprendidos. Jamás esperaron tan funestos resultados para su partido.

Su aturdimiento general los hizo perder los últimos seis meses del año pasado y los primeros dos del presente. Dejar en la presidencia a Guillermo Dowell significaba un recordatorio permanente de la dolorosa derrota, sus motivos y consecuencias. En él veían la ominosa presencia de Duarte y, con una ingenuidad jamás vista en política, Dowell pensaba que seguía de presidente, aunque nadie lo tomase en serio.

Hasta el 22 de febrero llegó Fernando Moreno Peña, en oficio de delegado, provisto de respetables credenciales: diputado federal, rector de la Universidad de Colima, gobernador del estado y delegado en otros estados. Esperaban buenas cosas ¡Oh decepción! resultó un personaje siniestro y rupestre al que los priistas perdieron el respeto de inmediato.

Sus modales impositivos y groseros aceleraron la incipiente y para entonces sorda rebelión que rumeaban desde la elección perdida. Moreno Peña no tenía la menor idea del priismo local y así perdió cuatro meses confrontándose con algunas de las figuras importantes, a la espera de recibir línea sobre el nombre del nuevo presidente.

Cuando el CEN resolvió que Omar Bazán sustituyese a Dowell, Moreno Peña desplegó una estrategia basada en la política del garrote, ignorante o simulador de que había una oposición fuerte al dedazo convenido. En lugar de dialogar con los grupos opositores para conseguir la unidad, los ofendió y relegó intentando someterlos por la fuerza.

Obtuvo el efecto contrario y la oposición quedó visualizada hacia fuera del partido: Lilia Merodio viéndose superada por Graciela Ortiz; Marco Adán, Alejandro Domínguez y otros liderazgos de respeto; Fermín Ordoñez y Pablo Espinoza sin objetivos claros. Todos batiendo la designación.

Moreno Peña mintió, amenazó, ofendió, intentó ningunear y cuando quiso hacerlos entrar en razón para despejar el camino de Omar Bazán, lo mandaron al diablo, inutilizándolo como factor de unidad. En lugar de contribuir a la solución, el delegado colimense se convirtió en parte del problema.

Durante los frustrados intentos de sometimiento, hubo un momento en que Marco Adán, Domínguez y compañía buscaron acuerdos con Lilia Merodio. Y los hubiesen logrado, de no ser por la inestabilidad e inconsistencia política de la senadora. De cuajar esa mancuerna, la fractura del PRI hubiese sido inevitable o habrían bajado a Omar Bazán de la contienda para un tercero menos repelente.

Con un delegado siendo parte del problema y una oposición que incluía a una senadora, un fuerte precandidato a la gubernatura, un diputado federal, una diputada local, más de diez presidentes municipales, un expresidente de Chihuahua y dos expresidentes del partido, no quedó más que Reyes Baeza, uno de los negociadores centrales para el arribo de Omar, operase personalmente para desactivar la insurrección.

Contuvo a los “huachicoleros” de Marco y Alejandro con promesas a futuro, cargos en el directivo estatal, espacios en el gobierno federal. Como pudo los tranquilizó, aunque fuese de momento. No podía más, hoy la política del garrote los mata de risa y en la zanahoria hace tiempo dejaron de creer, sin embargo cumplió el objetivo de arrendarlos.

Lo que sucedió después con la senadora, que seguía suelta hasta el miércoles pasado, es de no creerlo. Durante meses alimentó la esperanza de conseguir el consenso cupular para hacerse de la dirigencia y cuando vio que los acuerdos decidieron por Omar, montó una contra-campaña para descalificar el proceso, esperanzada en descarrilarlo y asumir ella.

Con ese propósito criticó severamente a Enrique Ochoa, al que acusó de no saber nada de política y de llegar por dedazo a la dirigencia; hizo y despedazó alianzas con la insurgencia y algunos liderazgos menores, denunció antidemocracia y cargada, condenó el dedazo, rogó a sus patrocinadores en México, mintió mirando a los ojos cuantas veces le pareció conveniente.

Hizo hasta lo imposible exigiendo apertura del proceso y su insistencia le valió. Afirman que logró un compromiso formal de Enrique Ochoa, al que había ofendió tachándolo de incapaz, para que le permitieran su registro y con ello la posibilidad de competir. Todos daban por hecha su participación en formula con Fermín Ordoñez, un priista de limitado liderazgo y cuestionable credibilidad.

Sin embargo el jueves en la mañana se supo que nunca solicitó licencia al senado, requisito para contender, o bien la retiró antes de ser votada. Abierta la puerta del registro, como exigió a gritos y patadas, la señora opta por recular justo cuando estaba en el umbral, bajo el quicio de la puerta, sin tomarse la molestia de ofrecer explicaciones de la inusual reversa.

¿Qué pasó? En su fuero interno ella sabe porqué el súbito arrepentimiento, pero faltan argumentos políticos –eso de la antidemocracia y que todo estaba puesto para Omar, es una vacilada. A poco no sabía- para justificar la extraña reacción.

El resultado inmediato de tamaña inconsistencia es que complicó su futuro político y el de sus aliados temporales, Fermín principalmente. Agotó, en esa batalla perdida, la última tejita de credibilidad que tenía con activos importantes, entre ellos Reyes Baeza, Emilio Gamboa y Joel Ayala, quién encontró nuevas exponentes del género para impulsar.

Derrotada y sin perspectiva, debe costarle un mundo ver maltrecho su ego, mientras una de las grandes ganadoras en el proceso es Graciela Ortiz, otro Reyes Baeza, con el que tantas veces dialogó buscando acuerdos y saber que nadie en México, ni quienes se decían sus más cercanos amigos, metieron la mano por ella.

Jamás aceptará que ella misma jaló de la cuerda al punto de reventarla, ignorando que la parte del abismo estaba de su lado. Nadie le ganó, ella perdió sola.

En términos tradicionales es válido decir que el PRI resolvió bien el relevo de la dirigencia, especialmente por la forma en que ponderan la unidad. Ya tienen presidente, Duarte y los suyos quedaron marginados, Reyes termina como el nuevo gran líder. Todo en su lugar.

Si, no obstante el proceso interno es apenas la parte sencilla. Lo difícil ahora será dar viabilidad a un partido desmoralizado, sin credibilidad social y al que la gente ve como sinónimo de corrupción. Ahí está el reto, del cual la Weba hablará la próxima semana.