Los filos de la corrupción política

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El combate a la corrupción –así lo he podido visualizar a través de muchos años– no es rentable para quienes la enarbolan como bandera principal. De hecho, empieza a serlo y podemos constatarlo en el discurso de los candidatos que buscan la Presidencia de la república. Obviamente a unos se les puede tener confianza para la tarea –ya sabes quién–; a otros definitivamente no, porque vienen del antiguo régimen, ahí se foguearon, se forjaron y contrajeron los compromisos que los anudan a la detestable práctica, pesada herencia del mundo colonial, el porfiriato y los ochenta años de partido de Estado que ha padecido el país.

Hay una razón sencilla: la corrupción es una carretera por la que transitan los grandes intereses económicos, tiene muchas vías y rutas alimentadoras. Está en las esferas del estado y el gobierno, pero también en la empresa, la universidad, la banca, la bolsa y las finanzas; de ahí que para que un político sea exitoso le es indispensable, como el agua a los peces, estar dispuesto a todo. Por eso, algunos “científicos sociales” de renombre han visto en la corrupción hasta un mecanismo civilizatorio. Piensen, al respecto, cómo fue que llegaron las grandes compañías petroleras a las costas de Veracruz y Tamaulipas; o cómo llegan ahora, al igual que en la era de Díaz, las grandes compañías mineras y los buscadores de gas shale a través del fracking. Ni para que hablar de una cervecera que se instaló en territorio llamado a ser desierto.

En mi libro “La afición a la maldad”, destinado a tratar el tema y la experiencia de la iniciativa popular para crear el Tribunal Estatal de Cuentas, afirmé que por la vía de la anticorrupción no había político exitoso. Basta y sobra que se pondría un letrero en el pecho señalando que no hace tranzas, y reconocí, a fines del siglo pasado, que Andés Manuel López Obrador era la excepción, al menos en Latinoamérica.

Fui testigo y compañero en su comité ejecutivo en el PRD, de los motivos y la gran acción que entrañó el destapar el escándalo Fobaproa, el gran rescate de los bancos con recursos públicos. Mientras en las grandes economías capitalistas los bancos pueden quebrar y correr los riesgos de su extinción, en México se les salva, oxigena y, no obstante que están ligados a una marca de la soberanía nacional, se les entrega a intereses extranjeros. Sin duda el líder único y personal de MORENA hace excepción, a grado tal que ha estado, como se encuentra ahora, en las goteras de ocupar el tan preciado cargo presidencial, que además quiere recibir pleno y como en los viejos tiempos, aunque eso, se sabe de cierto, daña a país.

López obrador es el líder con el discurso creíble –electoral y propagandísticamente– contra la corrupción. Meade es más de lo mismo; aun pensando en la trayectoria personal que él presume y defiende, está envuelto en las poderosas redes de los negocios negros del Estado, no genera confianza, no tiene credibilidad. Ricardo Anaya, a su vez, a partir del escándalo de la nave industrial, reporta una caída que está sujeta a medición; el tema es sobradamente sensible y sus compromisos con las oligarquías le restarán fundadamente al contenido de su propuesta.

Empero, la postura de López Obrador no tiene la hondura que una concepción política de la corrupción exige. No es cierto que todo pueda cambiar a partir de que él se ciña la banda presidencial en el pecho. Entiendo que ese posible suceso disuada, como la producción de bombas atómicas en su tiempo, el camino para hacer una guerra termonuclear.

El estudio comparado de este tema en el mundo no contiene ningún modelo que respalde que la sola presencia de un líder honesto en la cima del poder remedie las cosas. Sobradamente se han dicho un par de cosas: se necesita de una gran participación ciudadana que impulse la creación de instituciones públicas que le de cause a intereses públicos, y el diseño precisamente de estas instituciones para dar paso a la rendición de cuentas. En el fondo, no se trata de que llegue un honesto para que todos sean honestos, sino que el componente, fundamental y democrático de la representación política es, ni más ni menos, que esa rendición de cuentas que sólo se puede garantizar con instituciones, una nueva legalidad y todos los dispositivos necesarios para crear un Estado de derecho. Hasta ahora, por más que se diga y hable del tema por este líder, no hemos visto esa propuesta debidamente reseñada en todas y cada una de sus aristas. Por el contrario, el énfasis se pone en el valor intrínseco del hombre providencial que por sí solo inhibe el mal.

Tan acendrada está la idea de la corrupción que grandes pensadores han dicho que la misma es sustituta de las reformas, que incluso puede evitar revoluciones. No es un tema tan sencillo como para dejarlo en una filosofía heroica de la historia. Más, si nos hacemos cargo de que el país, a lo largo de los próximos años, tendrá una pluralidad abigarrada de poderes: congresos divididos, una Suprema Corte de Justicia con nuevo protagonismo, una poderosa globalidad, un Banco de México autónomo, gobernadores de todo signo, y lo que es pronosticable: una etapa de pugnacidad política que va a lindar con un ambiente de guerra civil. Súmese a esto el desgaste propio del ejercicio del poder, el carácter evanescente de este porque ya no es, ni con mucho, lo que fue. El presidente de la república dejó, hace más de un cuarto de siglo, de ser el “jefe de las instituciones nacionales”. Ahora es como los reyes de la Edad media: a lo sumo, un señor feudal más.

Esto no significa que en el corazón de la contienda no ocupe un lugar esencial este tema tan delicado, tan sensible para la sociedad. Pero entendamos que sin una propuesta integral de institucionalidad no habrá futuro en esta materia; se entiende que un acto de corrupción implica traición a los deberes posicionales que el representante tiene pero, aquí empieza el déficit: debe haber un sistema normativo que hoy no existe; comprender –es lo que sucede ahora– que no todo acto de corrupción entraña una acción antijurídica y que ciertamente la corrupción crece para obtener grandes beneficios en la secrecía y el sigilo.

No es mi intención desencantar a nadie: vertebrar los remedios contra la corrupción es una tarea que recién empieza, por eso debe empezar bien, no anclarla a la idea de que un caudillo va a venir a clausurarla como por acto de magia.

Finalmente hay que ver, tener claridad, de que la corrupción daña y puede cancelar la viabilidad de una democracia como la que necesita México. Hay autores que clasifican la corrupción en tres grandes casilleros: negra, blanca y gris. La primera es la enorme, la de dimensiones gigantescas, a lo Fobaproa, Odebrecht –que ya hizo caer al presidente peruano–, a lo Duarte. La sociedad es renuente, casi de manera unánime a esta expresión. En su extremo está la blanca, en la que participan casi todos, desde el que paga para que el maestro le ponga una buena calificación, al que pone diablitos en la línea eléctrica o el que muerde a un agente de vialidad, por ejemplo. Y frente a la cual se tiene la misma benevolencia que ante las mentirijillas.

Pero es la gris la que causa más daño a la democracia, la que crea más lazos de complicidad por su magnitud moderada si la vemos en su individualidad, en su concreción, pero que se multiplica exponencialmente a través de las proveedurías, licitaciones, obras públicas de pequeño o mediano calado, que pueden ser aparentemente de poca monta pero que en conjunto constituyen una gran derrama económica y una tupida red de complicidades que a la hora de hacer política instalan, de la noche a la mañana, un poderoso ejército de mercenarios dispuestos a todo, iniciando por la defensa a veinte uñas de sus propios y mezquinos intereses.

López Obrador ve la primera, la segunda la tolera –porque el pueblo tiene valores– y olvida la más peligrosa de todas. Su asesor Romo sabe bien todo esto y, a lo que se ve, no quiere tocarlo.