Significado de una batalla legal

Aún está lejano el tiempo en el que el derecho juegue un papel esencial en la política. Históricamente México carga una pesada loza que viene de los tiempos coloniales, es el “acátese pero no se cumpla”. Son excepcionales las circunstancias en las que las grandes decisiones del Estado son escoltadas por un profundo sentido de Estado de derecho. Refiero un déficit que indiscutiblemente hay que salvar a la brevedad para no caer en la selva a la que nos está llevando la política que se alienta exclusivamente a partir de proyectos de poder, facciosos las más de las veces. Para nadie es desconocido que no se han abierto oportunidades para que el derecho norme a la política. Al contrario, es la política la que frecuentemente utiliza al derecho a modo para la toma de decisiones, y muchas veces se toman estas en agencias informales para luego barnizarse de institucionalidad en la fachada de Estado que hasta ahora hemos tenido.

El tiempo del derecho se está agotando y cuando este sucede se pasa a otro tipo de soluciones, las más de las veces bajo la divisa de la legendaria ley del más fuerte, en la cual termina por imponerse quien más divisiones tiene y las sabe emplear en el campo de batalla. No es que la política se siga por otros cauces, es que nuestra política descree del derecho. Abonan estas afirmaciones las mejores exposiciones de autores contemporáneos que han profundizado en el tema. No veo el caso de numerarlos porque más allá de lo presuntuoso que pudiera parecer, no es eñe artículo periodístico el mejor espacio para adentrarse en asunto tan importante. Pero pretendo que nos quedemos con la idea de que la clase política mexicana, de todos los colores y sabores, tienen desprecio por el derecho, lo estima un estorbo y la prolongación en el tiempo de esta actitud puede resultar letal para el futuro del país. Nada extraño resulta que la cultura política autoritaria tenga en el fraude a la ley su más estupenda arma de simulación. Su sofisticado arte es aparentar que se cumple la ley, cuando en realidad lo que se hace es violentarla. Tocar este tema es referir una tragedia nacional y ejemplos abundan.

Cuando denuncié a César Duarte en el mes de septiembre de 2014, puntualicé que realizaba una apuesta por el derecho y lanzaba un reto a las instituciones para que lo cumplieran, lo acataran, ya que se estaba tocando el nervio más importante del régimen de corrupción e impunidad imperante en el país. La crítica convenenciera a este planteamiento no se hizo esperar; se dijo que poner en manos de la PGR el caso Duarte, Jaime Herrera Corral y Carlos Hermosillo Arteaga (†) era tanto como pretender colocar la iglesia en manos de Lutero. Que era un ejercicio de ingenuidad, una quijotada a lo más. Contesté que en la coyuntura de Ayotzinapa el régimen había agotado las posibilidades de una solvencia consciente por el derecho. Y seguimos adelante, porque a esas alturas lanzamos la iniciativa de crear un brazo cívico –la Unión Ciudadana– porque no se trataba de un proyecto individualista, sino de un tema que abarca transversalmente a toda la sociedad.

Al gobierno de Peña Nieto no le quedó para dónde hacerse y fue entonces que se radicó una averiguación previa que ya tiene más de tres años y medio y que se ha pretendido sepultar en un cerro de papeles. Apoyándose en la conjetura de que no siempre se tiene la perseverancia ni la capacidad para luchas de largo lazo, el gobierno de Peña equivocó sus apreciaciones y en el trayecto fue perdiendo todas las batallas: la profunda crisis de desconfianza hacia el régimen, la derrota electoral de 2016 y las subsecuentes con las que le hemos cerrado el paso a la pretensión de los tradicionales carpetazos, que así se llama el archivo de causas penales, por la vía del caño del no ejercicio de las acciones penales.

En las vísperas de una derrota más estruendosa, de dimensiones nacionales, pues ni el PRI, ni sus aliados, ni sus candidatos –en particular José Antonio Meade– tienen posibilidades de ganar, optaron por ir cerrando expedientes y archivando con destino a los sótanos los expedientes abiertos por corrupción. Entre ellos el de César Duarte y el de Jaime Herrera Corral.

Importándoles un soberano bledo, los altos funcionarios de la PGR iniciaron el carpetazo, violentando el debido proceso y condenándome a realizar una defensa a ciegas al notificar una resolución parcialmente ocultando lo medular y otorgándome 15 días para proporcionar la contraargumentación. Siguiendo mi costumbre, no me dejé, interpuse una demanda de garantías y la ciudadana jueza titular del Juzgado Primero de Distrito en Chihuahua me otorgó el amparo de Justicia y Protección. Lo que significa, lisa y llanamente, que se debe retomar el debido proceso para fines legales, y en la práctica, posibles nuevos tiempos, más estimulantes para la lucha anticorrupción.

Hay un aspecto que deseo se aprecie con precisión: la resolución con la que se autoconsultó el procurador general de la república contiene, punto por punto, las “razones” que tiene el gobierno de Peña para exonerar al exgobernador Duarte, su cómplice. Estoy seguro que se trata de un documento integrable a la historia de la infamia y rebatible al cien por ciento. Ese es el sentido de la batalla tras el amparo que se me concedió. Para algunos es poca cosa, para mí es un paso esencial en una batalla que sin proponérselo como objetivo, subraya que el derecho es esencial para normar la política

¿Quiénes están estimando como poca cosa ese amparo? Desde luego los corruptos, los que abusan de su situación posicional en el gobierno para seguir medrando y acumulando riquezas astronómicas. Pero también las cabezas del gobierno de Javier Corral que han desdeñado esta batalla de la que desertaron, no le apostaron a la continuidad de la lucha ciudadana y buscaron al testigo protegido Jaime Herrera Corral, creyendo que eso se convertiría en un eficaz molde político para trascenderlo nacionalmente. Javier Corral le llamó “el modelo Chihuahua”, la falacia con la que vistió la errática política que ha seguido a lo largo de los últimos meses de ejercicio de lo que Marcos Molina Castro ha llamado “gobierno judicial”. Así es, un gobierno monotemático que se ha desentendido de la administración pública y del papel que juega en el desarrollo y en la solución de los ingentes problemas que laceran a Chihuahua.

El esfuerzo ciudadano ha demostrado, integralmente, dar más frutos, sin facciocidades ni exclusivismo ni mezquindades, pero sobre todo no se ha gastado en burocracia, en aparato, en gasto público, en publicidad de operaciones que no llegan a puerto. A Unión Ciudadana no le ha costado ni un centavo esta lucha, por eso tiene arraigo en Chihuahua y es el mejor viento de ética política que corre por sus montañas, valles y desiertos.

Enfrente sólo tenemos desaliento y desatinos; entre otros, el fracaso en el intento, si acaso lo fue, de dotar a Chihuahua de un Poder Judicial que como en los tiempos del duartismo, continúa siendo un campo de batalla que la justicia siente a distancia y llora con el paño que le impide su visión.

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