Escollos para la paz

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Ningún país en el mundo, incluidos Colombia y Nicaragua, ha pagado un costo en vidas inocentes de sus habitantes como el nuestro, por causa de los grupos delictivos. Lo que padecemos hoy es sólo equiparable a estados en conflicto bélico, excede cualquier parámetro de violencia determinado por causas delictivas.

En los sexenios de Calderón y Peña la cifra de muerte cerrará cerca de trecientos mil, al terminar el presente año según la proyección. Es una devastación social apenas tolerable y si además consideramos que la violencia está recargada en determinadas áreas del país, entre ellas Chihuahua, la tragedia es mayúscula, por no estar equitativamente distribuida.

Una degradación social así pone la gobernabilidad del país en la punta del precipicio, pues a las muertes violentas agregue el costo económico para enfrentar a los grupos criminales, el desarrollo atenuado, el retraimiento del turismo, la generación de pobreza en amplias regiones devastadas y la cancelación de oportunidades para la movilidad social.

Es un precio enorme el que paga México como resultado de la delincuencia, tanto económico como social. Imaginemos un país con estándares medios de violencia, sin ajusticiamientos callejeros ni balaceras en lugares públicos, un país en el que los ciudadanos se trasladen con libertad a cualquier parte del territorio nacional, donde las policías estén al servicio del gobierno y no de los criminales y en el que sus gobiernos permanezcan concentrados en afianzar el desarrollo en lugar de contener a los sicarios del mal. México sería otro.

La descomposición inició con el desmantelamiento del Cartel de Jalisco, en abril de 1989, cuando detuvieron a Miguel Ángel Félix Gallardo y se perpetuó ocho años después, con la sospechosa muerte de Amado Carrillo, hasta llegar a niveles insostenibles por la negligencia y desinterés de Vicente Fox, quién permitió el crecimiento de los carteles, abriendo el baño de sangre.

Con las muertes creciendo y las organizaciones delictivas enfrentadas unas con otras, disputando territorios nacionales como un gobierno paralelo, Felipe Calderón, presumiblemente en coordinación con el gobierno norteamericano, emprendió la desatinada estrategia de hacer una guerra contra el narcotráfico, intentando restablecer la federación desmantelada años atrás por Salinas.

Los resultados fueron pésimos, en su sexenio el número de muertes superó los 120 mil y en lugar de conciliar a los grupos bajo un solo mando, su solución, consiguió el efecto contrario; crear pequeñas y violentas organizaciones regionales incontrolables. Peña Nieto, incapaz de contenerlos, bajó los brazos a la mitad de su sexenio y la violencia siguió creciendo a los niveles en que hoy está.

Frente al infame y extendido escenario de impunidad, corrupción e impotencia gubernamental, ni con el Ejército en las calles y cientos de miles de millones de pesos invertidos en seguridad han logrado contenerlos, cualquier gobierno responsable y de sentido común pondría la inseguridad como tema prioritario entre sus asuntos.

La sociedad mexicana lleva una década padeciendo interminables disputas territoriales entre organizaciones criminales cada vez más violentas. No por lugar común pierde sentido decir que, desde entonces, los mexicanos somos rehenes del crimen. Otros seis años de asesinatos y violencia dejarían al país desangrado.

Alfonso Durazo, propuesto para Secretario de Seguridad Pública en el gobierno de López Obrador, entiende las consecuencias de otro fracaso de seis años. Cuando estuvo en Juárez, para el Foro de Paz, declaró a El País que no pueden entregar, al final del sexenio, otros cien mil muertos. Su declaración es a la vez un reconocimiento de la crisis y meta de la “receta mexicana”, por él esbozada durante el Foro.

En El País Durazo fue más interesante que durante el Foro, donde transitó con discursos ordinarios; entrevistado por el influyente diario español habló de mantener al Ejército en las calles, imposible acuartelarlo –dice- con los niveles actuales de violencia, pero agrega que irán también tras el dinero de los criminales, opción poco explorada en los dos gobiernos anteriores, introduce el apoyo a los jóvenes –proyecto nini del subsidio- y otros programas sociales, propone el eterno mejorar las condiciones salariales de los policías y desde luego combatir la corrupción. Llama la atención que no haga referencia a las víctimas, tema que presumiblemente quedaría en la Secretaría de Gobernación, a cargo de Olga Sánchez Cordero en el futuro gobierno.

También reveló plazos: A los seis meses harán una evaluación para ajustar estrategias; en tres años –mitad del sexenio, cuando también esperan acuartelar al Ejército- los niveles de violencia serán similares a los de países miembros de la OCDE; y al terminar el sexenio entregarán un país en paz.

Quizás lo más interesante es que pone nombre a los sujetos  amnistiables: cultivadores de amapola, halcones y menores armados en zonas vulnerables. También mantiene la puerta abierta a sicarios: “darles opciones a quienes están dentro de la criminalidad armada, con el compromiso del desarme, de no volver a repetir y de su aporte al conocimiento de la verdad”.

¿Triunfará López Obrador con recetas repetidas, dónde han fracasado estruendosamente Calderón y Peña Nieto? De acuerdo a su secretario de seguridad la receta para el éxito es prácticamente igual a las anteriores, añadiendo sólo dos ingredientes que, no por conocidos, fueron incorporados anteriormente: trastocar sus finanzas, seguir la ruta del dinero y pegarles donde más duele, algo que siempre han recomendado especialistas pero ni Calderón ni Peña se atrevieron a implementarlo, y la novedad de la amnistía, hasta hoy sin definir con claridad sus alcances más que lo dicho por Durazo.

Los ciudadanos que vivimos en territorios de guerra, el jueves hubo asesinatos de policías en Juárez y Chihuahua y las matanzas de inocentes continúan en todo el estado, tenemos la experiencia de que no hay solución contra el crimen sin apaciguar por la fuerza a los lideres de pandillas y organizaciones. Necesitan ser sometidos hasta el punto de dejarlos sin más opción que muerte o cárcel. El dinero que producen las actividades criminales es una tentación alucinante que los mueve hasta la muerte.

Además del costo social, económico y en vidas humanas causado por la torpeza de Felipe Calderón, intentando empoderar con las fuerzas armadas a uno de los grupos, su problema fue reducir el narcotráfico a bandillas armadas y violentas dispersas en el territorio nacional, particularmente en la frontera y las zonas serranas de cultivo como Guerrero, Chihuahua y Durango.

En los años de Félix Gallardo y Amado Carrillo, ochentas y noventas, los mayores barones del crimen que ha dado México, garantizaban cierta tranquilidad y orden en las delictivas operaciones. Detenido uno y muerto el otro, así como aquellos míticos delincuentes a los que llamaban ”jefe” ¿Cómo podría pactar el nuevo gobierno con los actuales jefecillos que pasan más por bandillas oportunistas que como delincuentes organizados?

Aquella época de paz y seguridad “pactada” hoy se extraña y no hago apología de los míticos narcotraficantes, es la desesperación de cualquier ciudadano indignado por la violencia, extraño la paz del México anterior a la descomposición, cuando la violencia era, pongámoslo así, tolerable.

Más que la estrategia de Durazo, como ya se ha dicho aporta poco a las anteriores, la esperanza de una solución duradera está en el bono democrático conseguido por López Obrador en las urnas: 30 millones de votos, el 53 por ciento de las preferencias y el 30 del padrón. Son sus mejores armas para una paz que reconstruya el tejido social y regrese la tranquilidad a los mexicanos.

El gobierno de Calderón llegó cuestionado por un fraude electoral y pretendiendo  legitimarse ante la sociedad declaró la insensata guerra al narco, cuyos devastadores resultados seguimos padeciendo. Lo hizo desconociendo el territorio que pisaba, ignorante de la potencia de fuego que tenían, los vastos recursos económicos, la corrupción en todos los niveles policiales y gubernamentales. Imposible.

Peña Nieto también prometió la paz y siendo sinceros empezó bien, pero en cuanto sobrevino el descrédito de su gobierno, tras los asesinatos de Ayotzinapa y el escándalo de la Casa Blanca, coincidentemente reanudaron las matanza que hoy tenemos en franjas anchas del país.

López Obrador tiene credibilidad, la gente piensa que puede ser buen presidente, lo que incluye combatir la corrupción, reducir la pobreza, virar el rumbo económico y la anhelada pacificación, sin la que nada sería posible. Esos factores serán de mayor utilidad que el Ejecito y las policías, siempre que los sepa usar con eficiencia. Éxito, de conseguirlo todo México se rendiría a su pies, que importa y se vea cuál mesías o tlatoani, cumpliendo con la paz sobrarán aplausos.