Fiscalía general autónoma: imperativo del Estado de derecho

Jaime García Chávez.-

De muchos años atrás a estos días hay un clamor generalizado en la república y fuera de la misma, para que se implante en México una fiscalía general autónoma. Argumentos sobran para transformar al ministerio público y dejar atrás su dependencia, productora de caprichos y obstáculo central a la sociedad, que ha favorecido al régimen de corrupción e impunidad. Autonomía significa que esta importante institución se segregue a la administración centralizada en cuyo vértice superior se encuentra el presidente de la república; además, que tenga un rango tan significativo que sus atribuciones emanen directamente y sin mediaciones de la propia Constitución para que no quede en duda su lugar en la pirámide de la supremacía del derecho en nuestro país.

No pretendo con este artículo dar los argumentos precisos de ingeniería constitucional, que justifican la impostergable reforma. Me basta hacerme eco del clamor invocado que subraya que fiscalías y procuradurías se conducen con extrema facciosidad, lentitud, discrecionalidad, falsa de profesionalismo y un sentido privatista que ya caducó. No se sostiene con nada, salvo que autoritariamente se quiera permanecer anclado en un pasado ominoso.

Nadie puede negar que el actual ministerio público, por llamarlo con el término más conocido, es el instrumento en el que se fincan un sinnúmero de hechos que lastran el desarrollo de la vida nacional, permitiendo la impunidad en todo, socavando la imparcialidad en favor de la discrecionalidad y el uso inquisitorial desde el poder y los caprichos del gobernante, que crean un ambiente que mantiene sofocada a la nación, harta por la ineficiencia y decepcionada de las instituciones mexicanas.

Podemos hacer una historia de grandes hechos que jamás se han esclarecido a plenitud: para no irnos muy lejos, la matanza del 2 de octubre de 1968; la del 10 de junio de 1971; de Aguas Blancas; el crimen de Luis Donaldo Colosio y José Francisco Ruiz Massieu; de los cientos de perredistas asesinados a partir de 1989; de Javier Ovando; Atenco, los 43 de Ayotzinapa y la corrupción descomunal que se exhibe en sucesos plasmados en la Casa Blanca, Odebrecht, los Duarte, la estafa maestra y tantos y tantos casos en los que con absoluta discrecionalidad la procuración de justicia ha tenido, en el ministerio público, su principal obstáculo para llegar al puerto que demuestre que el derecho sirve para algo en este país, en especial para la justicia.

De inicio, en esta transición hacia el primero de diciembre de 2018, Andrés Manuel López Obrador se ha visto indispuesto a la creación de la fiscalía autónoma –de la fiscalía que sirva, como ya se dice en el habla ordinaria– y, por tanto, su renuencia a que se reforme el artículo 102 constitucional, donde están ubicadas las normas de esta importante institución. Esa actitud es el síndrome que exhibe la pretensión de mantener la estructura, usos y costumbres del viejo presidencialismo que ha lastrado a México. Se quiere mantener un esquema estructural en el que todos los dientes los tiene el presidente, justo cuando de lo que se trata es de preconizar una profunda reforma de Estado, cimentada en la necesidad de un Estado democrático, en el que las inquisiciones no estén a la mano de quien ocupa la titularidad del Poder Ejecutivo de la Unión.

Debe quedar atrás la nefasta idea de que el presidente de la república es el jefe de las instituciones nacionales; es simplemente el presidente y, además, se le deben adelgazar sus facultades, para que el país sea más libre, más eficiente, más democrático, más apegado al Estado de derecho y menos personalista y concentrador de poderes omnímodos, constitucionales o metaconstitucionales.

¿Por qué se necesita una fiscalía autónoma? Ensayo varias respuestas en un orden que no necesariamente establece jerarquías: porque cuando se acusa a un alto funcionario de la federación, el presidente es juez y parte; cuando de corrupción se trata, la discrecionalidad dicta que lo persigan o lo perdonen con el no ejercicio de la acción penal; también cuando se asesina o desaparece a una persona incómoda para los poderosos, un periodista incordio, por ejemplo; cuando hay un desvío de fondos públicos, producto de una red de complicidades que van desde la cumbre a la base.

Estos ejemplos lo único que sugieren es que desde una entidad independiente, profesional y autónoma, se realicen las indagatorias, se finquen las responsabilidades en un debido proceso y se ejerza la acción penal a partir del presupuesto de lo público, es decir, del interés de la sociedad y no del poder. Esto significa descargarle al presidente de la república una función que en los estados modernos se han cercenado, válidamente, a las grandes tareas de los primeros ministros y jefes de Estado, con funciones más altas que el discrecional Ius puniendi, para desplazarlo a plenitud, precisamente a una entidad sin dependencias, sin lastres y cadenas de consigna y, por tanto, permitir el despliegue de los jueces y magistrados, que hoy frecuentemente miran a las alturas para dictar sus sentencias.

Hay, además, un poderoso argumento qu tiene que ver con el funcionamiento del sistema económico, atendible en esta coyuntura por la rebelión ciudadana en contra de las injusticias del neoliberalismo en materia de desigualdad e injusticia, pero no sólo. Los poderosos inversionistas –de dentro y fuera del país– han de saber que este importante resorte del Estado no va a estar como ingrediente regulador de facto, sea para tolerar la corrupción, sea para presionar la intervención de uno en demérito de otros y que todos sepan que tienen ante sí un órgano abocado a dar certidumbre, y llegado el caso, a castigar y perseguir a quienes trafican con la sofisticada corrupción a la que ha llegado el ejercicio de la acción política en el mundo, y no se diga en México.

Sostener la vieja visión, aparte del tufo que tiene a viejo presidencialismo, es ponerse de espaldas a una prioridad nacional, a la configuración de un Estado de derecho ya impostergable y acabar de tajo, en este ámbito, en una politización que suele distraer las altas prioridades de quien encabeza el gobierno y representa al Estado mexicano.

Este es un tema que va a definir rumbos, que va a dar materia para caracterizar al nuevo gobierno. López Obrador, como se insiste en decir, trae una enorme legitimidad popular, pero no un cheque en blanco para hacer con la misma lo que le plazca y este asunto se ubica en esa perspectiva.

Por experiencias de transiciones pasadas, nacionales y locales, advierto que quienes ocupan los cargos cimeros en los ejecutivos, saben que reformas de este calado se les pueden revertir y optan o se decantan por las soluciones del pasado. No quieren sustraer a sus esfera de facultades instrumentos que luego los pueden contrapesar con malas o buenas artes. Recordemos que nuestro país cualquiera con una modesta legitimidad se concibe a sí mismo, en un ejercicio de autismo, como la máxima expresión de la historia y que por tanto no debe propiciar el irse propinando barreras a su propio despliegue dentro del devenir de la historia, más cuando hay una idea cifrada en “hacer historia”, cualquier cosa que esto signifique. En este tema, hacer historia es pasar a la fiscalía autónoma, como en su momento la creación del ministerio público fue un avance indiscutible, avance que se anquilosó hace ya bastante tiempo.

En algo coincido con el misoneísmo (miedo a lo nuevo) que se advierte en la postura de López Obrador: de llegar a existir un fiscal autónomo en el futuro, quien ocupe el cargo deberá entender que sólo es fiscal autónomo, ni más, ni menos, con apego a sus facultades expresas y limitadas. El fiscal no ha de ser un protagonista de la política, mucho menos un rival del presidente y su contraparte acérrima y caprichosa.

Sé que esto es difícil, sé que por eso no hay vicepresidente en México y, si me apuran un poco, afirmaría que si hubiera un vicedios, seguro estoy que sería ateo. Pero esto último es otro tema.

Sin fiscalía autónoma, el Estado de derecho en México no existe.

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