El auditor queda en familia

Jaime García Chávez.- En México empiezan a soplar los vientos de fronda. Es un viento que huele a corrupción, opacidad, falta de transparencia y ausencia de rendición de cuentas: recobró su libertad, poder y riqueza Elba Esther Gordillo; Napoleón Gómez Urrutia parece llegar entre arcos del triunfo al Senado de la República… En varios estados se atrincheran el PRI y PAN para recibir la tolvanera, la disputa, la fronda. 

Chihuahua no es una excepción. Aquí se ha nombrado a Héctor Alberto Acosta Félix como auditor superior del estado. Contra el compromiso público y electoral en esta materia, se optó por una solución en la que la filiación política permeó de principio a fin, empleando como biombo un mecanismo que se quiere presentar como paradigmático y ejemplar para el país. Estamos frente a un escenario de un gobierno de compadres, de amigos, de cómplices potenciales.

Haciendo un poco de historia, hay que reconocer que todo lo referente a la rendición de cuentas, la transparencia, la fiscalización y la auditoría, como una agenda sentida e impulsada desde la sociedad, llegó al gobierno desde la calle, no de los partidos opositores que se autonombran adictos –de los dientes para fuera– del Estado de derecho en una materia tan sensible como el patrimonio público forjado por la contribución de los causantes del fisco, que a la hora de la hora, a los gobiernos poco o nada les importa. En Chihuahua, el PRI, por razones obvias, y el PAN, por claudicación, no se han adentrado en favor de la protección de los intereses de la sociedad en esta materia. La primera legislatura panista surgida en 1992, con el apoyo pequeño, pero valioso, de un PRD congruente, reformó la Constitución local en dos aspectos básicos: defensa del patrimonio público para evitar los finiquitos de la impunidad; además creó las figuras de la participación directa de los ciudadanos a través del referéndum, el plebiscito y la iniciativa popular. La revocación de mandato llegó después de la misma manera que se fue. 

No obstante el mérito atribuido históricamente al PAN, todo ello quedó en simple retórica. El gobierno de Francisco Barrio, honrado y todo, optó por un miembro de su partido y un esquema partidario en todo lo concerniente a la auditoría y la fiscalización. De la democracia directa jamás el PAN se ha ocupado como herramienta participativa. Toda una vergüenza.

Cuando arribó al gobierno Patricio Martínez García, se inauguró la corrupción que floreció hasta la llamada “era Duarte”. En esa etapa se explica que un grupo ciudadano haya lanzado la iniciativa popular para crear un Tribunal Estatal de Cuentas, civil y autónomo. Más de veinte mil firmas respaldaron y legitimaron la exigencia, que quedó hecha trizas de manera despótica y represiva. Conviene recapitular viejos argumentos para visualizar recientes traiciones: entonces se dijo que el estado de Chihuahua necesitaba avanzar en esta asignatura a una etapa superior y se apuntó que la única forma de garantizarlo era generando nuevas instituciones para la fiscalización, buscando modelos de alternativas eficaces que florecen en otras partes del mundo. Así llegó la idea de un Tribunal Estatal de Cuentas. Soportó esta tesis la divisa de que el Estado constitucional de derecho tiende al control del poder a través de órganos autónomos, técnicos y especializados, en razón de la ineficiencia de los diversos tipos de controles políticos con los que nació el Estado moderno. 

Fue así como se reivindicó la imparcialidad, el profesionalismo y la carencia de vínculos político-partidistas que siguen estando ausentes hasta hoy en el actuar de las diversas instancias fiscalizadoras, justo en el momento en el que el Congreso del Estado opta por el señor Acosta Félix, desentendiéndose de toda una trayectoria histórica que rema en favor de auténticas soluciones en el tema que me ocupo. 

Sostuvimos entonces lo que reivindicamos ahora: que el viejo esquema del control político, con olor a Contaduría Mayor de Hacienda, debía pasar a ocupar su lugar en los anaqueles de la historia y de la impunidad. Al parecer esto no es posible, porque el lema de “tú me tapas y yo te tapo” no termina de irse, como una manifestación más del patrimonialismo y la empleomanía. 

En el fondo de ese componente está la lucha contra la corrupción, contra ese cáncer que es una violación de la ética política, entendida, en palabras de Agnes Heller, como la deseable armonía entre moralidad y legalidad, es decir, entre moralidad y poder político. Sólo cuando existe esto se construye una ética de la responsabilidad como momento esencial de toda democracia, entendida esta como gobierno que supone funcionarios comprometidos, normas que regulan y constriñen el ejercicio del poder público y ciudadanos que al cumplir con sus obligaciones pueden exigir que los nombrados rindan cuenta detallada de la forma en que manejan potestades y dineros que les fueron confiados. 

Lo que hoy tenemos en Chihuahua navega a contracorriente de esta visión ideal, pero no por ello carente de ser una meta a lograr tarde que temprano. Y, mientras tanto, que reine el juego de máscaras de la simulación.

No está de más recordar que hasta ahora la exigencia de transitar a una democracia consolidada se ha centrado en las herramientas político-electorales que garanticen el respeto de la voluntad popular, tendientes a garantizar el acceso de los ciudadanos a un poder plenamente legitimado. El avance en esta materia no es desdeñable, pero sí es necesario proponerse una rectificación de la cultura política dominante en la que permanecen petrificados los cartabones que hacen de la actividad política una actividad hermana de la corrupción, la deshonestidad y la amoralidad, que en el caso que me ocupa muestra total indigencia en el modelo de la gobernabilidad, la visión de Estado, que está a trasluz de la facciocidad de nombrar a un correligionario para un cargo, desentendiéndose de la recomendación mundial unánime que dicta que entre auditor y auditado debe haber una brecha absolutamente clara y tangible. 

No fue el caso de Chihuahua. Y entonces estamos autorizados por la experiencia para decir que, en esta materia, el comportamiento de la clase política chihuahuense que ha ocupado el gobierno es el mismo, trátese del PAN o del PRI. Para nadie es desconocido el mercadeo PRI-PAN de las cuentas públicas en el Congreso del Estado. Es clásica la permuta “Chihuahua por Juárez” en el asunto de la de administración municipal. Pero hay más: el sexenio duartista contó con la complacencia de los diputados del PAN en sendas legislaturas de 2010 a 2016. 

Ese antecedente dictó la retórica corralista, la mitinera, la del engaño de que viviríamos un quinquenio diferente. Ya vemos que no fue así, y si nos vamos más atrás, a 2004, la plataforma electoral que enarboló Corral en su primer intento por la gubernatura, comprometió su conducta a sacar adelante al Tribunal Estatal de Cuentas o a un modelo que recogiera sus ideas esenciales. Las palabras se las llevó el viento. Al fin y al cabo, un gobierno cuyo instrumento básico es el teleprompter no exige mayores herramientas, hasta que el soberano se decida a poner las cosas en su lugar. 

Un último punto: no tengo absolutamente nada documentable qué reprochar contra Héctor Alberto Acosta Félix, sólo una opinión de un panista consagrado por la historia: Antonio García Villa. A él le escuché decir que, en efecto, personas o ciudadanos como aquel pueden llegar a hacer bien su trabajo, sólo que no generan la más mínima confianza en la sociedad, precisamente porque hay una historia de hartazgo por nombrar a los amigos, parientes, correligionarios y cómplices en el cargo donde se cuidan las manos de los funcionarios y su afición por meterlas a las arcas públicas, más cuando en esta administración ya hay corrupción inocultable.

Estamos frente a una traición. En vano sería recomendar la sabiduría de Catón, que expuso una máxima: “Quien sea cauto, que abra las orejas a cualquier advertencia provechosa”. No creo que aplique a las prácticas del jefe aportonado en la molicie de un palacio de tan cerrados muros que no se traspasan por la voz del pueblo expresada, mínimo, durante veinte años, pero inútiles frente a los vientos de fronda. 

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