Cómo llegamos a la Luna hace medio siglo

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Acuciada por el compromiso de Kennedy de llegar a la Luna antes del fin del decenio, a mediados de 1968, la NASA lo veía muy crudo. El incendio de enero de 1967, en el que fallecieron los astronautas que debían pilotar en primer ensayo del Apolo, había obligado a rediseñar buena parte de la nave. Ahora, por fin, año y medio después el trabajo estaba casi terminado y, aunque quedaban muchos flecos por pulir, en cuestión de pocos meses podría volar la nueva cápsula. Solo para probarla, sin salir de la órbita terrestre.

Otro asunto era el diseño del módulo lunar, el desgarbado vehículo que llevaría a dos astronautas hasta la superficie lunar. Todavía pesaba demasiado y los ingenieros se esforzaban en rebañar unos gramos aquí, otros allá. La NASA había ofrecido un bonus extra por cada kilogramo que pudieran ahorrar. Y, en consecuencia, la nave se había hecho tan frágil que había bastaba presionar con un dedo para abollarla o incluso atravesar algunos paneles protectores. Tenía que permanecer siempre colgada de grúas porque sus frágiles patas no eran capaces de sostener su peso.

George Low, por entonces director de la oficina del programa Apolo, se dio cuenta durante una visita a Cabo Kennedy donde se estaba montando el primer Saturno 5 que llevaría tripulación… cuando el módulo lunarestuviese listo. Y ahí tomó cuerpo una idea atrevida: si la cápsula principal, con tres tripulantes, se comportaba bien durante su primer vuelo, en octubre, ¿por qué no enviar la siguiente ya hacia la Luna, aunque fuera sin módulo de aterrizaje?

Eso permitiría probar técnicas de navegación translunar, verificar el funcionamiento del cohete, que nunca había llevado tripulación y comprobar los nuevos programas del computador (todavía no terminados) para dirigir el viaje hacia nuestro satélite. Y también, adelantarse a las intenciones de la Unión Soviética, que preparaba un lanzamiento hacia la Luna, quizás en diciembre.

En veinticuatro horas, Low desarrolló una actividad frenética. Recién regresado de Cabo Kennedy se entrevistó con Gilruth, director del Centro de Houston y con Chris Kraft, el director de operaciones de vuelo y Deke Slayton, responsable de la oficina de astronautas. Todo en menos de una hora. Convocó una reunión urgente en la oficina de von Braun, en Alabama, donde acudieron entre otros, el general Phillips director del programa Apolo, Kurt Debus, director del Centro Kennedy y Rocco Petrone, de operaciones de lanzamiento. En tres horas el grupo había tomado la decisión: Si el Apolo 7 tenía éxito, el 8 iría a la Luna.

Con el acuerdo bajo el brazo, Low volvió al avión, con destino a Houston. Ya de noche, nueva reunión, esta vez con los representantes de North American. ¿Estarían listos nave y software? ¿Qué problemas supondría lanzar un Saturno 5 a media carga? El vuelo anterior había sufrido serios problemas de vibraciones, que amenazaban con romper las conducciones de combustible. Y, de madrugada, nuevo vuelo a Nueva York, para exponer el proyecto a Grumman, responsables del LM ¿Sería posible utilizar un contrapeso que simulase la dinámica del inexistente módulo lunar?

Las máximas autoridades de la NASA, en Washington, no fueron informadas hasta que todo el plan estuvo bien hilvanado. El administrador, James Webb, se mostró algo reticente, en principio. ¿Cuáles serían las consecuencias de un eventual fracaso en un viaje organizado tan apresuradamente? Pero, al final, accedió.

Entretanto, quedaba otro problema por resolver. La siguiente tripulación se había preparado para probar el módulo lunar en torno a la Tierra, no para ir a la Luna. Eso quedaba para el tercer vuelo. Slayton interrogó a James McDivitt, el comandante de la siguiente misión. ¿Estaría dispuesto a cambiar el objetivo de su viaje? Ni hablar. Se habían preparado para probar otra nave en otras condiciones y no había tiempo material para replantear el entrenamiento. Así que se cambió el orden de vuelos. Sería el siguiente equipo, Frank Borman, William Anders y Michael Collins quienes pilotaran el Apolo 8.

Aún habría más cambios. Collins tuvo que someterse a una operación de cervicales, que le supondría tres meses de convalecencia. Así que fue sustituido por James Lovell, su equivalente en la tripulación de reserva. La tradición establecía que los suplentes pasarían a ser titulares en el tercer vuelo siguiente. Collins pasó a integrarse en el equipo formado por Neil Armstrong y Edwin Aldrin, que –si todo iba bien- pilotarían el Apolo 11.

En octubre de 1968, el Apolo 7 cumplió objetivos. Así que el siguiente se programó para la siguiente oportunidad en la que Tierra y Luna ocuparan posiciones favorables. Eso sería a finales de diciembre. Era posible que el Apolo 8orbitase la Luna por primera vez en plenas Navidades.

Aparte de toda la tensión del entrenamiento y los preparativos para el viaje, Frank Borman tenía una preocupación adicional. Ante el primer viaje hacia la Luna, todo el mundo esperaba que, como comandante, tuviese algunas palabras adecuadas a semejante hito histórico. Pero Borman era un piloto militar, no un experto en protocolo y no tenía la más remota idea sobre cómo salvar el compromiso.

Años atrás, Borman y Lovell habían pasado dos interminables semanas a bordo de la Gemini 7. A su regreso al suelo, la NASA los había enviado en un viaje de relaciones públicas alrededor del mundo. Fueron acompañados por un periodista, Simon Bourgin, con el que establecieron una excelente amistad. A él recurrió Borman en busca de ayuda.

Bourgin prometió colaborar y transmitió también el encargo a un colega, Joe Laitin. Con un añadido: el vuelo estaba casi cerrado y tendría apenas un par de días para escribir algo adecuado, sobre todo teniendo en cuenta la cercanía de Navidad.

Laitin volvió a su casa y esa misma noche se puso a teclear en su máquina de escribir. Sin mucho éxito. Santa Claus, Jingle Bells… todos los tópicos pasaron por su cabeza y fueron descartados. La ocasión merecía algo más trascendente. Abrió una Biblia y empezó a buscar en el Nuevo Testamento y su narración del nacimiento de Cristo. Pero tampoco encontró nada de su gusto.

Se había hecho de madrugada y el suelo estaba cubierto de papeles arrugados con otras tantas ideas descartadas. Intrigada, Christine, la esposa de Laitkin bajó a ver cómo iba el encargo. El periodista estaba al borde de la desesperación. “Bueno –dijo ella- es que estás buscando en el libro equivocado” y retrocedió las páginas hasta el comienzo del Génesis: “En el principio, Dios creó el cielo y la tierra…”

De repente, aquellas sencillas frases adquirieron todo el sentido que Laitkin andaba buscando. En pocos minutos las copió en una hoja que al día siguiente pasaría a Bourgin y éste, a Borman. Escritas en papel ignífugo –todo a bordo de la nave debía serlo- los astronautas se las llevaron pegadas en la contraportada de uno de los manuales de vuelo. Y el 21 de diciembre, el Saturn 5 con tres tripulantes a bordo emprendía rumbo hacia la Luna.

El comienzo del viaje no fue agradable para Borman. La primera noche, al no poder conciliar el sueño decidió tomar un somnífero ligero. Quizás fue el efecto de la pastilla o simplemente el síndrome de adaptación al espacio (que sufren casi la mitad de astronautas) el caso es que a las dos horas, se despertó con náuseas. Vomitó dos veces y sufrió un caso de diarrea, lo que dejó la atmósfera de la cabina en un estado poco agradable hasta que los astronautas pudieron recoger los restos flotantes con toallitas de papel. Pero el problema no se repitió.

Durante el viaje, Lovell realizó más de cincuenta mediciones de posición de estrellas utilizando el sextante de a bordo. Era un mero ejercicio no estrictamente necesario, puesto que las estaciones de seguimiento y el centro de cálculo de Houston monitorizaban el progreso de la nave. Pero esos ensayos demostraron que, en caso necesario, la unidad inercial y el pequeño ordenador de a bordo podían establecer la trayectoria con la misma precisión. Un triunfo para el equipo del MIT que durante años había peleado para construir el primer computador de vuelo en que se emplearon circuitos integrados, una auténtica primicia en aquella época.

Tres días después de dejar la Tierra, el Apolo 8 disparó su motor de frenado para entrar en órbita alrededor de la Luna. Permanecería allí durante diez revoluciones y, como estaba previsto, durante la Nochebuena Borman, Lovell y Anders se turnaron para leer el texto que llevaban preparado, mientras su cámara de televisión enviaba a la Tierra las imágenes de cráteres y llanuras desfilando bajo su nave. Fue, probablemente, uno de los momentos más emotivos de todo el programa espacial.

Cuando el Apolo 8 cayó en el Pacífico el 27 de diciembre, traía consigo fantásticas imágenes de nuestro satélite, las primeras obtenidas directamente por tripulantes humanos. Y también, en uno de los magazines de película, una foto que sería icónica: la Tierra azul alzándose sobre el desolado horizonte lunar a medida que el Apolo 8 progresaba en su órbita.

Nadie podía estar seguro en aquel momento, pero la carrera hacia la Luna había terminado. La Unión Soviética aún no disponía de su nave de aterrizaje ni de un cohete fiable. Sus esperanzas de poder realizar, al menos, el primer viaje circunlunar, se habían desvanecido. Quedaba una último y desesperado intento por conseguir muestras de rocas mediante una sonda robot pero ese intento quedaba para unos meses en el futuro. Seis meses más, para ser exactos.