‘Apolo 9’: el único aparato volador concebido para operar en el vacío del espacio

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Estas semanas se cumplen cincuenta años del vuelo inaugural de tres de los vehículos más icónicos de la historia. Uno aún sigue en producción: el Boeing 747, Jumbo. Otro, el Concorde, el supersónico orgullo de la industria aeronáutica europea, se retiró después de sólo 27 años de servicio, víctima más de su escasa rentabilidad que del accidente sufrido al despegar de París.

El tercero fue el único aparato volador concebido para operar solamente en el vacío del espacio. Era el módulo lunar Apolo, un artefacto desgarbado, de aspecto frágil y líneas nada aerodinámicas. Y si parecía delicado es porque en realidad lo era: en su construcción se había rebañado hasta el último gramo no imprescindible. Algunas partes de las paredes de la cabina eran tan delgadas que podrían haberse perforado con un simple destornillador. Y las patas, diseñadas para posarse en la baja gravedad de la Luna, apenas podían sostener su peso en la Tierra.

El módulo lunar había dado muchísimos problemas de diseño. Tanto que el primer vuelo de prueba tuvo que aplazarse varios meses; ese retraso fue el que motivó el cambio de planes que llevó al Apolo 8 a la Luna en las navidades de 1968. Cuando voló solo la nave nodriza, sin vehículo de aterrizaje.

Las paredes de la cabina eran tan delgadas que podrían haberse perforado apretándolas con un simple destornillador y sus patas, diseñadas para la baja gravedad de la Luna, apenas podían sostener su peso en la Tierra

Al final, el primer módulo lunar tripulado se estrenaría en marzo de 1969. Por simple precaución, la prueba tendría lugar en órbita terrestre, sin apartarse mucho de nuestro planeta. Se trataba de comprobar el funcionamiento de la mayor parte de sus equipos, en especial, los dos motores: el más potente, que en el futuro le permitiría posarse en la Luna y el segundo, que utilizaría para el despegue.

Todas esas maniobras podían ensayarse en vuelo, sin necesidad de aterrizar de verdad. Eso sí, para llevarlo a órbita habría que utilizar toda la potencia del cohete lunar. Sería la primera vez que volase cargando la nave completa. Algo más de 41 toneladas en total. En el vuelo del Apolo 8, el cohete había ido tan sobrado de empuje que los ingenieros decidieron añadirle un lastre de nueve toneladas de cemento para simular las características dinámicas del inexistente módulo lunar.

La misión Apolo 9 se encomendó a dos astronautas veteranos del programa Gemini, James McDivitt y David Scott, y a uno novato, Russell Schweickart. McDivitt y Schweickart serían los encargados de pilotar el módulo lunar. En un vuelo lunar real, ellos bajarían a la Luna mientras Scott les esperaba a bordo de la nave nodriza. Lo que son las cosas: solo dos años después Scott sería designado comandante del Apolo 15 para convertirse en el séptimo hombre en pisar nuestro satélite (y el primero en conducir un automóvil allí). Sus dos compañeros no volvieron a volar.

Hasta ese momento, las comunicaciones entre Houston y la cápsula en órbita no habían supuesto ninguna ambigüedad. Como solo había un vehículo en el espacio, su clave de llamada era siempre “Apolo”. Pero ahora, cuando el módulo lunar se separase del de mando, habíra dos volando a la vez. Lo cual obligaría a utilizar nombres distintos. Elegirlos era prerrogativa del comandante.

Casi no hubo duda en cómo bautizar al módulo lunar: Spider (araña), en referencia a sus cuatro escuálidas patas. Además, sus ventanillas –los “ojos”– y el portón frontal –la “boca”– le daban cierto aspecto humanoide.

Menos inspiración demostraron para bautizar la nave principal. Cuando la vieron por primera vez estaba envuelta en plástico para protegerla durante el transporte, lo cual le confería unos colores irisados. Casi como una golosina. Alguien dijo que parecía una gominola y así quedó: Gumdrop. Probablemente, el nombre menos heroico que se ha utilizado nunca en ningún vuelo espacial, ruso, estadounidense o chino.

Al tratarse esencialmente de una misión de ingeniería no había lugar para experimentos científicos. Las dos naves, acopladas, entrarían en órbita baja. Después de comprobar que todo estaba en orden, dos astronautas pasarían al módulo lunar a través de la escotilla intermedia. Schweickart, con una escafandra similar a la que se utilizaría más adelante en la Luna, abriría la portezuela y saldría al exterior. Sin llegar a flotar; simplemente introduciendo sus botas en unos soportes que le ofreciesen un buen agarre. Era la única vez que se probaría el traje lunar en el espacio.

La experiencia no fue del todo bien. El día anterior Schweickart sufrió náuseas y mareos y llegó a vomitar una vez dentro de la cabina. Casi la mitad de los astronautas lo experimentan durante sus primeras horas en ingravidez. Pero lo que en condiciones normales no pasaría de ser una molestia, podía ser cosa de vida o muerte cuando se iba equipado con un traje espacial. Un pegajoso bolo de vómito flotando en el interior del casco podía ahogar o asfixiar al astronauta.

La operación en sí parecía sencilla: separar las dos naves y alejarse hasta unos doscientos kilómetros, verificando el buen funcionamiento de todos los equipos: comunicaciones, motores de orientación, radar… Y, sobre todo, los dos motores de la nave.

El de descenso se probó un par de veces, a diferentes niveles de potencia. Se trataba de ensayar dos maniobras fundamentales: El intenso frenado que daría comienzo al descenso y la fase final, con empuje reducido para ofrecer el mejor control. El motor de descenso era ajustable, a fin de permitir un control muy fino cuando llegase el momento de aterrizar en la Luna; el de ascenso era mucho más simple: Todo o nada. En una misión real, una vez encendido desarrollaría todo su impulso de golpe hasta que la cabina con sus dos tripulantes entrase en órbita segura. El despegue desde la Luna sería como el taponazo de una botella de cava.

Una vez libre, la pequeña cabina de Spider con McDivitt y Schweickart a bordo localizó a la nave nodriza mediante su radar y se fue aproximando a ella. La persecución le costaría cerca de dos horas. Y a cada corrección de trayectoria, Scott, a bordo de Gumdrop, debía estar preparado para ejecutar la misma maniobra en espejo, como alternativa por si fallaba la del módulo lunar.

La maniobra de reencuentro tenía que funcionar bien sí o sí para recuperar a sus dos tripulantes. El frágil módulo lunar era incapaz de regresar por sí solo a la Tierra; solo la nave principal podía hacerlo. Una vez reunidas ambas, la cabina de Spider se descartaría y su motor se activaría una última vez hasta agotar el combustible. Así quedaría en una órbita desde la que iría perdiendo altura progresivamente hasta destruirse durante el reingreso en la atmósfera. Pero su trayectoria era bastante alta, así que eso no sucedería sino hasta doce años más tarde, cuando el programa Apolo era solo un recuerdo. El abandonado segmento inferior, con el motor de frenado y las cuatro patas, duró mucho menos: reentró en la atmósfera al cabo de dos semanas.

La tripulación del Apolo 9 volvió a la Tierra el 13 de marzo de 1969. Quedaba una sola prueba más, que se encargaría al Apolo 10: en esencia, repetir lo que acababan de hacer pero esta vez en órbita lunar. El ensayo general se fijó para mayo. Si todo iba bien, el 11 quizás –solo quizás– podía ser el que, por fin, se posase en la Luna.