El día en que Enrique Villarreal corrigió el agravio de un gobierno déspota

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In memoriam

Enrique Villarreal Macías, algún tiempo rector de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, falleció hace unos cuantos días. Lamento mucho ese suceso por el gran aprecio que profesé hacia su persona en agradecimiento de un gesto inusual con el que restañó agravios perpetrados en la Universidad Autónoma de Chihuahua. Un poco de historia para dar contexto:

El movimiento estudiantil en la UACh da motivos para escribir sobre el pasado de una ilusión; ojalá alguien se ocupe de ello. Entre 1973-74 buscamos la transformación de la joven universidad para que se enfilara por el camino abierto de la ciencia, la democracia, el compromiso con la crítica y la apertura a hombres y mujeres jóvenes de las capas desvalidas de la sociedad. 

Luego de una resistencia numantina –en nuestro diccionario no estaba la palabra “rajarse”– fuimos derrotados. Luchamos con tenacidad hasta el límite y frecuentemente en condiciones precarias. Pero no nos alcanzó para disfrutar la sonrisa del triunfo. Nos derrotó Luis Echeverría Álvarez, el gobernador asesino Óscar Flores Sánchez, el PRI y la puntual consigna de los oligarcas tradicionales de la región. Al frente de la universidad el adversario habló por boca de Óscar Ornelas, Sergio Martínez Garza, Enrique Sánchez Silva, Reyes Humberto De las Casas Duarte, José R. Miller, entre otros. 

Contra nosotros se formaron grupos de porros y parapoliciacos que nos asediaron de manera sistemática. En nuestra contra todo escrúpulo se descartó, la consigna fue hundirnos. Perdimos la batalla y reconozco, desde luego, que cometimos errores que apuraron nuestro quebranto. En aquel tiempo los que pudieron jugar de contrapeso –los “liberales” de Saúl González Herrera– se sumaron a la reacción política y, a la postre, también fueron lanzados fuera de la universidad. La UACh ya nunca fue su casa: vencedores en el desenlace, luego fueron vencidos. A nuestros adversarios sólo les faltó gritar: “¡Que muera la inteligencia!”.

Desaparecieron la Escuela Preparatoria, un histórico semillero de inteligencia, y se implantó un régimen policiaco para no permitir el regreso de esa izquierda democrática que fuimos. Muchos maestros y maestras fueron privados de sus cátedras y se generó una diáspora estudiantil. Unos fueron a terminar sus carreras al estado de Coahuila, otros a la UNAM y los hubo quienes definitivamente abandonaron sus estudios para abrazar otras actividades. 

Cuando la derrota tenía el sabor más amargo, quedamos cinco universitarios a un paso de obtener la licenciatura para la que sólo faltaba presentar la tesis, defenderla, o hacer un curso de posgrado y, por supuesto, el examen profesional de corte tradicional. Doy los nombres de estos compañeros: Rogelio Luna Jurado, Gustavo de la Rosa Hickerson, Leonel Reyes Castro, Wilfrido Campbell Saavedra y el que esto escribe, Jaime García Chávez.

Para esa quintilla no habría –no hubo– solución. Consumar el agravio, pensaban los “vencedores”, era un honor y lo tenían a timbre de orgullo. Se nos dijo, arrastrando la voz, “ustedes no son de aquí, sus expedientes ya fueron quemados”. En mi caso, había solicitado la autorización para presentar mi tesis y Reyes Humberto De las Casas Duarte, con rencor y cinismo me espetó: “mientras estemos ‘nosotros’ aquí no te recibirás”. Lo reconvine con argumentos jurídicos y al final pregunté: “¿Quién dictó la orden?”. La respuesta fue puntual: “el gobernador Flores”. 

Aparentemente todas las puertas se habían cerrado para mí y para mis cuatro compañeros y amigos. Pero no fue así. Transcurrieron meses, años, y llegó a la rectoría a la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez el licenciado Enrique Villarreal Macías a quien habíamos conocido en la convivencia como alumnos en el transcurso de la carrera de Derecho en la propia UACh, además era amigo entrañable de don Augusto Martínez Gil, director de la escuela. 

A Enrique le constaba que habíamos terminado los cinco años de la licenciatura y todas las asignaturas, que los cinco lo habíamos hecho cumpliendo los requisitos. Algunos lo hicieron brillantemente; no es mi caso. Enrique hizo todo lo que estuvo al alcance de su mano para que la UACJ nos brindara hospitalidad y el hospedaje académico para terminar con la titulación. 

Promovió un acuerdo del Consejo Universitario y se establecieron arreglos y ajustes curriculares para que lográramos terminar lo que aquí en la UACh no se nos reconoció por la intolerancia, la persecución y la más vulgar venganza imaginable. Se presentaron las tesis profesionales: De la Rosa, sobre la contratación colectiva en la maquiladora; Reyes Castro, sobre la planeación en México; Wilfrido Campbell, en torno a la dependencia e indocumentados; y de manera conjunta, Luna y yo escribimos sobre la reforma política en México, en la época en que Jesús Reyes Heroles era secretario de Gobernación. 

Así se encontró una salida al agravio, resolviéndolo mediante un ejercicio de justicia transicional, para enaltecer a una universidad e, indirectamente, reprocharle a otra lo que nunca debe pasar dentro de sus muros. 

Tiempo después conversé con Villarreal Macías sobre aquellos días. Le pregunté por sus razones íntimas para tan alto apoyo a los cinco ofendidos. Me respondió que le había gustado una frase de un torero. Te la diré –me dijo– y ahí estará la razón: “Lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible”, expresión del diestro español Rafael Gómez Ortega, apodado “El Gallo”. 

Gracias, Enrique. Él fue testigo de lo injusto y lo resolvió. No cualquiera. 

Ahora que ha muerto, le refrendo mi respeto, admiración y gratitud. 

Hasta siempre, rector.