Neomorenismo

Jaime García Chávez.-

Pues sí, no pocas veces “neo” significa “retro”. Es así porque su empleo pretende dar vino reciente en odre viejo. Se aparenta en diversos campos de la acción humana tales como movimientos, corrientes o periodos recientes que se quieren volver a significar, tomando algo en préstamo del pasado aunque de contrabando sólo lo reeditan. Las más de las veces, sobre todo en política, no hay valía en nada esencial y sí una forma de denostar, por la asociación con algo que suele tenerse por pernicioso. Así, en nuestro país se habla mucho de “neoporfirismo”, “neopriísmo”, “neopanismo”, y sobre todo me interesa cómo se ha empezado a hablar de un “neomorenismo”. Como suele suceder, siempre hay más afecto a los conceptos precisos y bien decantados.

Cuando la Revolución mexicana entró en la etapa de Miguel Alemán Valdés y el discurso oficial fue propio de la Guerra Fría y dio un viraje a la derecha, no faltó quien lo tildara de “reencarnación de Porfirio Díaz”, más cuando el veracruzano intentaba reelegirse. Cuando, a su vez, el PAN abandonó la “brega de eternidad” e hizo a un lado a los “místicos de la democracia”, se empezó a hablar llamativamente de un “neopanismo”. Y había cierto sentido, porque arribaron al partido empresarios que traían bajo el brazo el paquete del conservadurismo dictado por el Consenso de Washington. Ya eran adoradores del mercado, del neoliberalismo y afectos a los proyectos de poder que terminaron por cambiar la “esencia original”, como dicen algunos, aunque otros tienen claro que sólo hubo un momento “retro” porque esas eran, cambiando lo que haya que cambiar, las plataformas y metas buscadas. Los recién llegados despojaron a los viejos y se fueron más atrás, adoptando la anquilosada cultura dominante.

Cuando se creó el PRD –hoy un adefesio electoral, lo cual es de lamentar–, se habló de una “refundación” del PRI por ser la sumatoria de dos culturas autoritarias: la del partido de Estado, complementada por la comunista. En realidad, el peso que a la postre alcanzaron los afluentes del PRI fue mayor, no obstante los grandes aportes que hizo una izquierda democrática que venía despuntando. Hasta ahora los más grandes cargos políticos han sido, si no exclusivamente para los expriístas, sí fueron beneficiarios preferentes. “Neo” tuvo un dejo de “retro”.

Hoy, si esto lo vemos hacia el balcón observable de MORENA, lo “neo” cobra notas sombrías por la indefinición de su carácter de izquierda y por ser una especie de melting pot (sólo en apariencia crisol para una nueva cultura de la política). Sí, hay una diversidad abigarrada de corrientes y personalidades, culturas y tendencias políticas que lo mismo contiene a expriístas notables por sus compromisos con el antiguo régimen que destacadas figuras de la ultraderecha militante. Para resolver esto creen tener un gran árbitro. Empero, hay unos que ocupan un lugar central y que, desde luego, su pragmatismo y ambición desmedida está por encima de cualquier credo y sólo ven al joven partido y movimiento como el andamiaje para alcanzar puestos de poder, y entre más altos mejor. 

Antes eran adversarios de todo cambio, hoy son los que ven caballo ensillado y quieren montarlo; son los “rebeldes” recién llegados, con gran prisa para trepar la escalera hacia la cima. Ellos son los “neos”, pero en el fondo están rancios. 

Esta especie hoy tan en boga se distingue por carecer de definiciones, por la ausencia de una vida con significación en las batallas que condujeron a la derrota del PRI y el PAN y que tienen en MORENA una casa abierta a sus ambiciones. Del PRI vino Rafael Espino; del PAN llega Cruz Pérez Cuéllar, y a ambos se les puede catalogar como “neos”, aunque son la expresión de un pasado que los persigue, del que no se pueden disociar. Les rascas poquito la piel y descubres de inmediato los seres reales que son. Una cosa es el celofán y otro el contenido en el viejo regalo, llegado de antaño en un partido que se asume en México como el más reciente de la izquierda en la historia ya larga de todo esto.

Al final, a estos personajes les es fácil trepar, sólo tienen que adoptar una retórica oficial, como sucedió en la Francia posrevolucionaria, que magistralmente narra Alexis de Tocqueville en El antiguo régimen y la Revolución. No es complicado este cambio de piel, basta construirle arengas –quién las toma con seriedad– cambiando las palabras sólo en apariencia de sencillez. Como bien lo dice ese gran pensador, ahora todos los soldados son guerreros; los maridos, esposos; las mujeres, fieles compañeras; los hijos, prendas del amor; la honestidad, virtud, y se suele prometer morir por la patria y la libertad.

Este es un cuadro complejo en su construcción al recurrir, para explicarlo, a un notable como Tocqueville. Quizás para ver lo “nuevo”, si lo hay, sería más conveniente asistirnos de la picaresca nacional y entonces recurrir a las novelas de José Rubén Romero, quien describió con realismo a los reyes de la baraja (oros, copas, etc.), que eran los apodos que un pueblo cualquiera le ponía a aquellos que en todo momento, pasara lo que pasara, siempre ocupaban un lugar en el balcón del edificio municipal. 

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