Nacionalismo y liderazgos

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Por Jaime García Chávez.- En todos los procesos contemporáneos para elegir presidente de la república está presente, indiscutiblemente, el factor Washington. El de 2018 no será la excepción como es obvio, pero cobrará características especiales por el arribo al poder de la camarilla que encabeza Donald Trump. Va a correr gran cantidad de tinta sobre esta materia en la medida en que se aproximen las importantes decisiones partidarias en torno a los liderazgos que buscarán el poder hasta ahora central que ha jugado el Ejecutivo federal, casi monárquico en los momentos más fuertes del viejo partido de Estado, hoy en decadencia inocultable.

Me interesa comentar dos temas que se van colocando con cierto nivel de importancia en esta coyuntura. En primer lugar el del nacionalismo y, en segundo, muy de cerca de él, al del tipo de liderazgo al que suele asociarse. Mucho se ha dicho que el nacionalismo es una especie de religión secular aglutinadora, sobre todo desde lo que fue el Estado-nación hasta el justo momento en que el imperialismo lo barrió. Por razones casi naturales nuestro país se enrutó por esa vía desde la Independencia y la Intervención, y a partir de la Revolución de 1910 fue pieza indispensable para la construcción de un credo legitimador que tenía más peso que el voto ciudadano y democrático.

Cuando el país creció hacia afuera durante el porfiriato, generó una reacción de reivindicaciones muy propias de la defensa de los intereses mexicanos a las tierras y aguas, al subsuelo con su minería y petróleo y a la defensa de los mares adyacentes al país. No resulta extraño que la primera y lejana entidad partidaria que antecedió al PRI se autodenominara como “nacional-revolucionaria” y que la Constitución fuera programa del nacionalismo cardenista, que luego progresivamente se fue abandonando al impacto de la mundialización de la economía que va de los gobiernos de Miguel Alemán hasta el actual. El nacionalismo mexicano, como buena parte del cristianismo católico, se tornó simple liturgia, fuente de retóricas, como aquellas de que se podía ser de izquierda dentro de la Constitución y, por tanto, apoyar al gobierno en lo positivo y cuestionarlo en lo negativo. Hoy todo eso es agua que pasó por abajo de los puentes que el salinismo construyó para beneficio del PRI y también del PAN. Pero algo ha cambiado.

En el entorno mundial no es desconocido que Estados Unidos tradicionalmente se ha querido mover hacia adentro, con medidas proteccionistas, desdeñando al mundo o simplemente haciéndolo víctima de un expansionismo propio de fines del siglo XIX y principios del XX. Empero, su carácter de primera potencia mundial es indiscutida, y ahora, al privilegiar lo que le es propio, se está colocando en calidad de adversario del mundo entero y, en regiones crecientes, provocando reacciones nacionalistas riesgosas por las derivaciones que puedan tener y conflictos y discursos impropios de un desarrollo genuinamente democrático. En otras palabras y para decirlo gráficamente, el discurso anti-establishment y procazmente nacionalista de Trump hará crecer a quienes postulen lo mismo, pero con un discurso reactivo, beneficiando al que más se oponga a lo que Donald Trump diga y haga para convertirlo en el favorito para el sexenio que arrancará en 2018.

Podría englobar este tema bajo el rubro de liderazgo y el comportamiento de la sociedad en relación a él. A este propósito estimo pertinente recurrir al enfoque de Hanna Arendt: para ella hablar de pueblo es referirse a un abigarrado conjunto ciudadano que aspira a la genuina representatividad. A contrapelo de eso, el populacho es un grupo en el que se hallan representados los residuos de todas las clases que siempre gritarán en favor del hombre fuerte, del gran líder, como lo vimos con las expresiones nacionalistas que desembocaron en la Segunda Guerra Mundial y que aquí en América tuvieron émulos tan conocidos que ni caso tiene mencionarlos. Reseño esto porque ya hay quienes dicen que hay un nacionalismo mexicano en busca de líder, en lugar de dimensionar el problema e iniciar por los principios esenciales que nos hagan trascender, más allá de la simple representación profesional de los intereses creados, por reiterar la misma fuente de pensamiento de la notable filósofa mencionada.

La sociedad mexicana vive hoy en el hartazgo de la partidocracia, con el lenguaje escurridizo, con la carencia de una pluralidad de brújulas y faros que orienten el mejor desarrollo del país no nada más en términos de la detentación del poder, sino también de una economía que repare en serio contra el atraso de la pobreza y la desigualdad; una perspectiva de nuestro lugar en el mundo con nuestra gran tradición pluricultural y pluriétnica. Lo que todavía podemos llamar izquierda está de cara a un gran reto de definición, frente al cual no soy nada optimista.

Pienso que hoy México carece de ese liderazgo, que no está ni remotamente en las instituciones y mucho menos en la figura de Enrique Peña Nieto y su aprendiz entenado, Luis Videgaray. Discrepo de quienes en esta crisis le piden al presidente de la república que asuma su papel, cuando bien sabemos que ni puede ni quiere. Y aún así nos sugieren que lo aguantemos otros dos años. No está de más subrayar que si viviéramos en un régimen parlamentario, esta clase política ya estaría de vacaciones y/o pagando las que debe.

México tiene en su haber una gran herencia política, histórica y cultural para salir adelante. Lo que necesita es que un gran conjunto de mexicanos y mexicanas asuma la tarea de vertebrar una nueva síntesis para un cambio profundo y tenga un liderazgo creativo que lo haga posible. En realidad, causa escalofrío que todavía se escuchen a quienes claman por un líder providencial, fuerte y grande. Reconozcamos que eso no es lo del pueblo y que sólo tiene su fortaleza en el populacho y que no entenderlo conduce a que Donald Trump cuente con uno o varios adversarios complementarios. Y esa no es la ruta.