«El último verano» legado postumo de la escritora francesa Anne Bert, luego de una ardua lucha por la eutanasia

La semana pasada la escritora francesa Anne Bert cruzó la frontera de su país con Bélgica, traspasó el umbral de un hospital y dio el consentimiento final al médico que llevaba meses supervisando su petición de eutanasia.

Era el fin de una larga batalla: el intento fallido de la autora por convencer a las autoridades galas de la necesidad de acabar con el sufrimiento de enfermos incurables legalizando la ayuda médica a morir, prohibida en Francia pero permitida desde 2002 en la vecina Bélgica.

Dos días después de su muerte en una cama belga llegó a las librerías su legado póstumo, Le tout dernier été —El último veranosolo disponible en francés—. «Me gusta levantarme antes de que amanezca, como si así pudiera adelantar la llegada del día. Esta mañana me he despertado pronto. La noche ha sido corta. Hace dos años que el ELA me roba mis sueños y trocea mis noches vacías, ya nunca tranquilas ni profundas», empieza la narración.

En medio, la frustración ante el progresivo deterioro de su cuerpo, momentos de disfrute con su hija en la playa con el eterno nubarrón de la enfermedad sobrevolando cada instante, y una enorme impotencia e incomprensión frente al sistema sanitario francés, que solo permite la sedación profunda hasta la muerte pero no acepta la eutanasia.
«¿Dormir a un enfermo para dejarlo morir de hambre y sed es de verdad más respetuoso con la vida que ponerle fin administrando un producto letal?”, lanzó en una carta abierta a los candidatos presidenciales en uno de sus últimos alegatos antes de rendirse a la evidencia de que moriría en tierra extranjera.

Como la mayoría de escritores, Anne Bert, de 59 años, era poco conocida fuera de las fronteras de su país, y su obra no ha sido traducida. Novelista de «lo íntimo», etiqueta que prefería a la habitual denominación de autora erótica con la que se le denominaba, sus palabras no circularon mucho más allá de las estanterías del hexágono.

Tampoco lo hacen de momento, pero con la noticia todavía caliente de su fallecimiento en un hospital belga, a cientos de kilómetros del lugar donde habría deseado morir, su libro ha irrumpido en las listas de más vendidos en Francia con una primera edición de 40,000 ejemplares y una reimpresión de otros 30,000.

Bert no quería escapar fuera para morir. Le horrorizaba la idea de estar en un lugar extraño en un momento de tanta vulnerabilidad emocional. Quería despedirse en su país.

«Es escandaloso que en Francia tengamos que ir al extranjero a morir con dignidad, como en la época en que las mujeres tenían que huir para abortar», comparaba. Batalló contra esa obligación de poner kilómetros de por medio para disponer de un médico que cumpliera su voluntad.

En su último verano mantuvo una larga e infructuosa conversación con la ministra francesa de Salud, Agnès Buzyn, antaño partidaria de la eutanasia pero en los últimos tiempos alineada con la posición del presidente Macron, que no considera la legalización de la eutanasia como una prioridad.

La última entrada de su blog, diez días antes de su adiós, la dedicó a responder a un médico que la acusaba de hacer turismo de eutanasia. «Le confirmo que sí. Que frente a una enfermedad incurable y a la muerte que se aproxima, he buscado —y encontrado— médicos profundamente humanistas que no me dejan de lado», contestó.

El anestesista belga François Damas es uno de los que entraría en el perfil descrito por Bert. Durante toda su carrera ha ayudado a morir a 150 pacientes, entre ellos ocho franceses, un alemán y otro italiano.

El médico explica a EL PAÍS que el número de enfermos llegados de fuera de Bélgica para morir es todavía testimonial. «Podemos calcular que son unos 20 cada año, la mayoría procedentes de Francia». Ello supone solo un 1% de las algo más de 2,000 eutanasias anuales practicadas en Bélgica.

La dificultad de viajar a otro país para obtener el visto bueno de dos médicos a la eutanasia es una barrera, aunque como explica Damas, una vez ha habido un primer contacto personal, la comunicación puede mantenerse por teléfono, sms o correo electrónico.

Este sábado, la familia de la escritora ha cumplido con su voluntad de esparcir sus cenizas en el mar. Lo han hecho en el océano Atlántico, cerca del municipio de Saintes donde vivía.

Embarcada en el proceso de despedirse del mundo, consciente de su próxima partida, en su libro deja testimonio de la complejidad de las sensaciones que asaltan al que se sabe más fuera que dentro.

Más muerto que vivo. «A diferencia de las primeras veces, las últimas no me transmiten más que una sensación dulce y cálida, casi triste. Me gusta abrir mucho los ojos, respirar todo el aire que quepa en mis pulmones, concentrarme en el momento, absorber la belleza del mundo y de las cosas. Sin duda mis últimas veces tienen el aroma de la incredulidad. No tengo más que preguntas sin respuesta».

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