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Indignante lo que sucede en las Olimpiadas de Francia. Abrieron con la blasfemia de la última cena, pretendiendo justificar la ofensa con sofismas inadmisibles disfrazados de culteranismo, y ayer el mundo fue testigo de otra grotesca aberración en la disciplina de boxeo. Ambos episodios describen la decadencia en la que hemos caído como sociedad occidental, crisis alentada por la misma campaña mundial contra los valores tradicionales de la familia y la religión católica.  Son dos expresiones de un mismo odio ancestral.

¿Hasta dónde piensan llevar la campaña infame, habiendo llegado al nivel de lo grotesco?. Entristece ver a una valiente competidora italiana, Angela Carani, llorar de rodillas, impotente al centro del cuadrilátero, porque no soportó los poderosos golpes de un hombre que se asume mujer, el argelino Imane Khelif, con quién le tocó pelear y el Comité Olímpico Internacional de Box autorizó que compitiese, cediendo a los chantajes del movimiento mundial contra la familia.

Chocante la escena: un corpulento peso welter peleando contra una mujer dispuesta a competir que, al sentir la potencia de los golpes, renunció en sólo 46 segundos y después rompió en llanto, frustrada por la dificultad para competir contra la fuerza del hombre. Desde el punto de vista estrictamente deportivo es una inequidad absoluta poner hombres contra mujeres, más tratándose de un deporte de fuerte contacto cuya esencia es golpear al adversario y evitar ser golpeado.

Por razones de disparidad física, en estas mismas Olimpiadas el Comité Internacional de Natación, sensatamente, prohibió a otro transgénero, Lia Thomas, competir contra mujeres. No falta quien clame injusticia; porque uno si y otro no. Es irracional, mañana los integrantes de un equipo mediocre de basquetbol, por ejemplo, se asumen mujeres y compiten en los circuitos femeninos confiados en que sólo así obtendrán su medalla. Desquiciante, demencial. Ni siquiera es de sentido común, es de equidad competitiva y justicia deportiva.

Pese a la incongruencia de hecho y la posibilidad de que alcance niveles insospechados,
lo cual es en sí mismo una barbaridad, en la injusticia deportiva no está el punto. Lo más reprobable es que un Comité Olímpico Internacional cede a los chantajes y presiones de la infame campaña mundial, sabiendo que pone en peligro vidas humanas. Es el colmo de la pérdida de rumbo, en parte el desenfado clásico de los franceses y la estulticia de los organismos internacionales.

Se les resbaló el repudio generalizado por la blasfema escena inaugural, felices de quemar incienso al becerro de oro, y en vez de reconsiderar (al menos son cómplices por omisión) privilegian la testosterona por encima del gen. Sin saberlo, ese boxeador a disgusto con su género es instrumento ciego de la infame campaña. Pero la culpa no es suya, es de quienes le permiten competir.

En estricto sentido, el COIB autorizó que un hombre golpee a una mujer, en pelea oficialmente sancionada. ¿Dónde están los colectivos feministas? No han levantado la voz parea defender a una mujer golpeada por un varón, frente a los reflectores del mundo. Sabiéndose parte activa de la campaña, callaron como el mariachi, aceptando implícitamente su complicidad en la infame campaña. Ahora imagino a boxeadores de su categoría decir “échenme a ese cabrón a mí” y a las boxeadoras cruzando los dedos para no topárselo en su camino a la medalla.

En lo personal comparto y hago mía la lucha decidida de las mujeres por hacer valer sus derechos, admiro a las promotoras del voto en cualquier parte del mundo donde lo hayan exigido. Condeno la inequidad salarial y de desigualdad laborales entre hombre y mujer. Respeto a los homosexuales y su deseo por ser respetados, me solidarizo con sus angustias internas sin tener idea de cómo las sobrellevan. Pido para ellas y ellos comprensión humana, respeto y solidaridad.

Sus luchas son legítimas, el problema es cuando mentes aviesas pervierten el rumbo desde la oscuridad de conciliábulos, trasladando los sinceros esfuerzos reivindicativos por la desigualdad y maltratos históricos, en feroces ataques contra la familia. Ahí anidó el huevo de la serpiente y hoy las viborillas esparcen su veneno en los mayores foros del mundo. Pretenden trastornar el lenguaje, intentan forzar nuevos códigos de comunicación por que les desagradan los tradicionales. Exigen ser tratados con el respeto que no están dispuestos a ofrecer.

Esa minoría estridente empoderada por los medios internacionales que atizan la campaña mundial, quiere imponerse al “resto de la sociedad” sobre la base de la victimización histórica. No piden respeto, están empeñados en destruir los valores tradicionales en una utopía demencial que nos arrastra hacia la decadencia social. Sólo su verdad cuanta, la de nadie más; sólo ellos tienen derechos, nadie más.

Hay límites, deberían existir y además muy bien definidos. El problema está en el avasallamiento mediático de la prensa mundial contra quienes levantan la voz denunciado los disparates en la supuesta lucha de “género”. En el caso de los franceses que organizaron los juegos, promotores activos en la campaña de odio, como no hay pan en casa, exigen comer pastel.