Enemigos de nosotros mismos

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Imagine usted, amigo lector, a un enemigo con orígenes e intereses extranjeros, despiadado, que ataca a nuestro país con armas de gran poder que por su capacidad de daño y perjuicio son reservadas en casi todo el mundo sólo para uso exclusivo de los ejércitos. Un enemigo cuyas redes de poder se extienden por casi todas partes y que le ha declarado la guerra no sólo a nuestro país, sino a casi todo el mundo, a países de todos los niveles de desarrollo: ricos, de primer mundo, en desarrollo e, incluso, de tercer mundo, a los que ya ha logrado dominar y subyugar a sus intereses perversos.

Imagine usted que el objetivo destructor de ese enemigo son particularmente sus hijos, los jóvenes y niños de cada familia que aún están en edad escolar y cuya única defensa somos la sociedad que los acoge.

Poco a poco, casi sin darnos cuenta, con el paso del tiempo ese enemigo ha estado invadiendo nuestro territorio y se ha desplazando por toda la nación, ocupando lugares estratégicos de control social y zonas desde las cuales pueden sofocar casi cualquier esfuerzo de quienes se le opongan o se le enfrenten.

No es un enemigo común y ordinario, Es un enemigo con un gran poder económico, con armas e instrumentos de destrucción de altísimo nivel y de quien no podamos esperar una pizca de compasión. Es un enemigo que jamás sentirá compasión por nadie, ni siquiera por las personas débiles, ancianos, niños o mujeres, mucho menos por aquellos hombres sanos, productivos, trabajadores y que tienen fuerza para pelear en defensa de nuestra nación.

Es un enemigo que le ha declarado la guerra a nuestra sociedad y que para triunfar está dispuesto a destruir y pasar por encima de cualquier derecho humano, incluso los más elementales que tienen que ver con la conservación de la vida y la salud. Un enemigo que es capaz de sofocar violentamente cualquier voz que se levante en su contra y denuncie son atrocidades.

No necesitamos mucha imaginación para saber de quién hablamos. No es un enemigo que busque la liberación de un pueblo o la recuperación de un territorio, sino que, al contrario, pretende apoderarse de la sociedad y de todo su patrimonio, cada pedazo de propiedad y riqueza que podamos tener. Es un enemigo que no tiene el mínimo respeto por la vida, por la dignidad y la integridad de nadie, ni siquiera la de quienes a él pertenecen.

Su lenguaje es el discurso de las armas, el traqueteo de las metralletas y el estampido de las armas de alto poder. Su ley es la violencia cruel, la imposición arbitraria de sus intereses económicos y que pone por encima de los intereses de la sociedad, esa a la que desprecian y le niegan su existencia en paz. Su política es la destrucción, de la cual subsisten como auténticos depredadores.

Muy pocos están en posibilidad de tener éxito si se les enfrenta, pues no tiene códigos de ética ni mucho menos principios de valor. Su peor enemigo es la paz, la seguridad pública y el estado de derecho.

No necesitamos mucha imaginación, amigo lector, para entender que no escribo de una ilusión, ni mucho menos de hechos que difícilmente puedan ocurrir. Escribo de una batalla que vivimos en cotidianidad y que estamos a punto de perder, para desgracia de nuestra entidad.

Ese enemigo es el narcotráfico que corroe toda nuestra nación y que necesariamente, todos unidos, Gobierno y sociedad, debemos combatir por el bien de nuestros hijos. Una invasión que necesitamos detener con toda la fuerza de la ley, unidos en defensa de nuestra patria y nuestros hijos.

Pero en Chihuahua parece no suceder así. Frente al acoso y la invasión implacable de ese enemigo, parece que sólo estamos interesados en discutir si el combate a la criminalidad es competencia del Gobierno del Estado o de la Federación, y en lugar de levantar los brazos para apoyar a nuestra autoridad en la heroica defensa de nuestra integridad, nos descalificamos y debilitamos entre nosotros mismos para discutir trivialidades que nada tienen que ver con la preservación de la seguridad, la salud y la tranquilidad de nuestros hijos

Hemos creado la perniciosa obsesión de luchar contra nosotros mismos y contra los únicos aliados que en esta batalla podemos tener, nuestra autoridad y nuestra ley. Con absurda necedad nos hemos puesto al servicio de nuestros propios enemigos y espero que de eso no tengamos después que arrepentirnos.

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