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Todavía recuerdo a Javier regodeándose, ufano, entre frases históricas que dejaron en herencia los fundadores del PAN. La última vez que lo escuché fue cuando protestó el cargo de gobernador, en el Centro de Convenciones, donde impostó la voz citando la mejor y más conocida de Gómez Morín: “las ideas y los valores del alma son nuestras únicas armas, no tenemos otras ni las hay mejores”. Era el Javier que se asumió defensor de los valores democráticos, éticos, de libertad y transparencia, el político humanista comprometido con las mejores causas de la sociedad.

Cuanta hipocresía, pronto supimos que sólo era un actor leyendo las líneas del guion elegido a conveniencia del momento; el PAN lo había hecho gobernador. Entonces  pontificaba teorizando sobre el deber ser del buen gobernante humanista. Jamás se percató que, siendo gobernador, su deber con Chihuahua era actuar no teorizar, confusión mental en la cual experimentó una epifanía descabellada: encarcelar a Peña pensando que pavimentaba su candidatura a la presidencia de la República. Así empezó la llamada “marcha por la dignidad chihuahuense”, locura que terminó, como sabemos, en implacable persecución contra duartistas, culpables o inocentes.

En esa persecución movida por venganzas personales enseñó sus oscuras entrañas de pequeño aspirante a dictador y al mismo tiempo depurado zalamero que presumía cocinar “rayadas de Parral” a López Obrador. En esa dualidad contradictoria maduró la idea de traicionar, eclosionó el huevo de la serpiente que anidó durante años en su corazón podrido, creyéndose moral e intelectualmente superior. Avenido a las migajas del poder y buscando acceso directo a la impunidad, sólo esperaba el momento pertinente para mudar al populismo, cuando llegó se mudó sin pensarlo. Salió y entró por la puerta de atrás; del PAN se despidió acusándolo de corrupto, a Morena llegó fingiendo integridad en una  pandilla de truhánes malformados.

En su patológica megalomanía justificó la traición al Partido que todo le dio, diciendo que “yo siempre he mantenido mis valores y mis principios. Renuncié al PAN porque ya no quedaba nada, era una mescolanza de corruptos, era el PRIAN, lo cual para mi era inadmisible, insoportable, ya nada tenía que hacer ahí. Además abandonó la principal lucha que lo caracterizó en su esencia, el combate a la corrupción”.

El cínico dejó la mescolanza de corruptos para refugiarse con los honestos que solapan la corrupción en Salgamex, Birmex, Dos Bocas…; con los humanistas que militarizan al país y protegen a cómplices del crimen como Rocha Moya, Adán Augusto, May, Salgado Macedonio, Cuauhtémoc Blanco y mil más; con los demócratas que secuestraron al INE y, pisoteando las leyes electorales, se construyeron una mayoría parlamentaria espuria e hicieron colapsar la Corte, desmontaron transparencia y pretenden socavar los derechos humanos y civiles. Al él, de principios inquebrantables, estas y otras vilezas contra el país le parecen muy admisibles, las encuentra soportables.

Corral es un farsante ordinario que, inmune a los olores nauseabundos que despide a su paso, camina por las calles convencido de haber cruzando el pantano sin mancharse. En sus desvaríos está sinceramente convencido de conservar sus principios, presumiendo que los mantuvo al jurar como nuevo devoto del populismo corrupto y dictatorial al que decidió servir. Tiene razón, no cambió los principios humanistas porque nunca los tuvo, los deposita en la basura según se ofrezca y, presuroso, del mismo lugar recoge los nuevos: “estos son mis principios, pero si no les gustan tengo otros”. Ese es Javier Corral, un desequilibrado narcisista y holgazán incapaz de vivir fuera de la ubre presupuestal, sin importarle quién y a cambio de qué lo acercan a la chichi.

Con todos las resistencias y presiones de gobiernos anteriores, en las últimas décadas los mexicanos conquistamos el derecho a la libertad de expresión, a contar los votos, a la participación democrática, a la rendición de cuentas. Fue una lucha tenaz y decidida saldada con muertes, encarcelamientos e injurias en la que, de a poco, empoderamos al ciudadano frente al gobierno; una lucha de la sociedad contra los gobiernos de turno y sus cómplices asidos a las coyunturas del poder, patanes conformes con el estatus quo del momento.

Hoy hemos perdido la mayoría de tales derechos y estamos por perder uno de los más preciados, sin el cual no hay democracia, no hay libertad, no hay país. Los perdemos a manos de un régimen de vocación autócrata, apuntalado en los mismos cómplices de ayer. Juntos pretenden conculcar nuestro derecho a la libertad de expresión, último atentado contra el estado democrático. Zedillo lo definió perfecto en una frase irrebatible: “están acabando nuestra insipiente democracia para instaurar una tiranía”. Corral es uno de esos cómplices útiles, políticos dobles usualmente marrulleros, hechos a donde calientan gordas. Es miembro activo de una legión de mentecatos farsantes expertos en parasitar a la sociedad, saciando sus insanos e incontenidos apetitos en las sobras del señor.

No me extraña saber que promueve la infame Ley de Telecomunicaciones, cuyo propósito es silenciar voces disidentes al esbozo de la dictadura en marcha, colocando sobre todos los mexicanos (literalmente todos) una guillotina pendiendo arriba de sus cuellos desguarecidos. Ante las mentes opuestas a la devastación nacional es intransigente oficial de la censura, feroz cerbero de la pureza ideológica de un movimiento adoptado por conveniencia; frente a sus nuevos amos el firulais al que ordenan ven y va corriendo, siéntate y planta las nalgas en el piso, gruñe y se apresura a gruñir, siempre moviendo la cola. Cumple su tarea de censor con celo de nuevo catecúmeno buscando aprobación del superior y sigue llamándose político de principios humanista. Su deriva hacia la degradación moral da pena.